miércoles, 26 de enero de 2011

HISTORIAS DE LA MITAD DEL MUNDO (1)


                        BAJO LA TAPA DE UN LAUREL

                                            
                                          PRIMERO
                               




J.J.D.R
Alrededor del camastro los familiares de Pedro, deambulaban de un lado a otro de la estancia nerviosos y preocupados, transformando con sus murmullos la pequeña y sombría habitación, en algo parecido a un mercadillo a las doce de la mañana.
Noche cerrada ya, los vecinos del pequeño pueblo de San Isidro, entraban en la casa de los Alcívar con la sana intención de ofrecer su apoyo y dar el pésame a la familia del joven fallecido. La entrada a la casa se había colapsado. Los hombres reunidos en el patio interior, discutían sobre las posibles causas de la muerte de Pedro, y aunque apenas se ponían de acuerdo, todos coincidían en lo mismo; un chico joven y sano, con toda la vida por delante, acudió ha su cita con la muerte prematuramente.
Las mujeres por otro lado, se concentraban en la cocina mientras preparaban café y tortas de maíz con yuca.
Se compadecían del hondo sufrimiento de María, la madre del joven, que agazapada en una silla de madera, lloraba desconsolada pidiendo al santísimo una sola razón que aliviara su dolor.
Su profunda y débil voz, entonaba frases inconclusas que comenzaban siendo un pequeño susurro y terminaban en agónicos gritos de angustia. Después, la dolida madre, experimentaba una súbita parálisis de movimientos, y entrecruzando las manos a modo de rezo, se sumía en una especie de letargo durante varios minutos, hasta que comenzaba de nuevo su letanía de gritos incontrolados.
Rafael entró en la pequeña finca. Varios de los hombres que lo vieron acercarse, tras dirigirse a su encuentro, lo abrazaron y le ofrecieron sus condolencias.
De buena estatura y ancha espalda, conmovió a la concurrencia ver a Rafael, -considerado por todos como hombre rudo y de fuerte temperamento-, desvanecerse sobre la tierra llorando desconsolado mientras exclamaba al cielo que le arrancase la vida en ese preciso instante.
Apenas una hora antes le habían ido a buscar al campo donde se hallaba recolectando maracuyá.
Avisado de la tragedia, dejó en el acto su faena y salió corriendo con la esperanza de ver a su hijo aún con vida. Cuando entró en el patio y contempló la cara de sus amigos que se acercaban a besarle y abrazarle, comprendió al instante que no habría despedida con su amado hijo y que todo había terminado.
Aquello le mató. Sintió el peso del mundo cayendo sobre su cabeza. Su hijo había muerto.
Lloraba derrumbado de rodillas, y más aún cuando María enterada de su presencia en la casa, salió y se acercó junto a su esposo. Se arrodilló junto a él y ambos se unieron en un profundo lamento desesperado.
La habitación dónde descansaba el cuerpo de Pedro emanaba un olor rancio, viejo, parecido al que desprenden esos armarios que durante años no han sido ventilados.
Hacía calor y la ventana del dormitorio estaba cerrada.  Cuando Rafael entró en el cuarto, sintió la pesadez de un aire denso, cargado de dolor. Tras saludar a los presentes que se levantaron de inmediato, se dirigió hacia el ventanal y lo abrió de par en par dejando que la estancia renovase el aire. Acto seguido se acercó a la cama, dónde su hijo, como si estuviera dormido, yacía rígido y pálido. Cogió su mano y la besó notando enseguida la frialdad de su cuerpo. Miró su rostro y palideció al contemplar, como aún a pesar de que su tez se había vuelto mortecina, el rostro de su hijo desprendía una luz extraña y bella. Se acercó aún más a la cama y besó su frente. Acarició sus mejillas, ésas que tanto gustaba pellizcar consiguiendo que Pedro se enfadase, -¡Ya no soy un niño!-solía replicarle.
Rozó con los dedos sus labios violáceos, y como última despedida, besando su dedo índice dibujó el signo de la cruz sobre la frente de su hijo deseándole entre lágrimas que descansase en paz.
Se puso en pie y atropelladamente salió corriendo de la habitación con las manos en la cabeza y gritando desconsolado.
Varias mujeres de edad avanzada se arremolinaron alrededor de Pedro. La de más edad, una viejecita de cuerpo pequeño y simpática sonrisa, se acercó junto a la cabeza del joven y comenzó a peinar sus cabellos. Acto seguido las demás mujeres se afanaron en derredor del difunto, limando y cortando las uñas, afeitando su barba e impregnando su rostro con algo de maquillaje.
   -Realmente parece que duerma-, comentó una de las señoras, que sin poder evitar una lágrima veloz, comenzó a gemir compungida.
   -Vistámosle. Esa pobre madre necesita estar junto a su hijo, -sentenció la viejecita de sonrisa lánguida y simpática-, y acercándose al armario, sacó el único traje que colgaba de una de las perchas.
 –No hay mayor dolor en el mundo que la perdida de un hijo- aseveró la anciana mientras colocaba el traje sobre la cama.
Después de adecentar el cuerpo de Pedro, le ataron las manos y los pies, y sobre los párpados le aplicaron una leve y fina capa de laca para evitar que los ojos se abrieran.
Larga y silenciosa transcurrió la noche en San Isidro.
El pequeño pueblo veló al joven entre cafés aguados y el humo agitado de cigarros interminables, mientras las chatas de cristal y alguna Pilsener mediaban en las charlas de los numerosos grupos de vecinos y familiares hasta bien entrada la madrugada.
Ejecutado el consabido responso, el agua bendita salpicó el ataúd mientras las plegarias del cura resonaban claras y emotivas en la pequeña iglesia, dirigidas a los padres de Pedro, que intentaban aguantar el peso terrible de un dolor inmenso e insoportable.
zigzagueaban por la polvorienta carretera que les llevaba desde la blanca iglesia hasta el cementerio, parando de vez en cuando para coger algo de aire y colocarse mejor la dolorosa carga.
El tramo hasta el camposanto se hizo eterno.
Mientras el calor sofocante del mediodía cegaba los ojos y arañaba la piel de la comitiva, Daniel cavaba la fosa pensando en lo pésimo de su oficio, devolver a la tierra a sus seres conocidos, y en muchos casos queridos. Con su trabajo, a cada palazo, enterraba las sonrisas llantos y humores, penas y pesares, de todos los que había conocido en vida, y con los que tanto había compartido.
Terminó de cavar el frío agujero cuando de frente reconoció la hechura de Rafael, su compadre y querido amigo, que caminaba abrazado al pequeño cuerpo de su esposa.  No pudiendo contener la emoción al ver la comitiva que se acercaba comenzó a llorar.
Daniel era pequeño de estatura, pero su cuerpo aguerrido demostraba estar sobradamente preparado para desempeñar su oficio. Sus manos eran grandes y fuertes, y en sus brazos el pico y la pala había esculpido bellos músculos capaces de cavar una fosa en un tiempo récord.
Además, ejercía desde hacía algunas semanas de guardián del camposanto, debido a que varios individuos sin escrúpulos ni corazón, habían destrozado varios nichos y algunas criptas durante varias jornadas en las que los vecinos de San Isidro amanecieron con la indignación de ver ultrajada la memoria de sus difuntos.
Después de éstos incidentes, que se repitieron durante algunas noches, los vecinos del pueblo decidieron contratar un vigilante.
Aquella misma tarde se esperaba su llegada desde San Vicente. Sería Daniel el encargado de ponerle al día de sus funciones y enseñarle lo básico del oficio.
El cementerio era pequeño, y apenas serían unas horas las que necesitaría Daniel para orientar al nuevo operario del cementerio.
La comitiva fúnebre giró por entre la estrechura de las calles, y los lamentos desoladores de la gente precipitaron de nuevo el llanto en el sepulturero.
Cuando se hubieron detenido frente a la fosa cavada por Daniel, Rafael se separó de su mujer y se agarró al cuello de su amigo del alma rompiendo ambos a llorar abrazados.
Sólo el sonido del dolor partía la quietud de la escena.
A pesar del calor del mediodía la destemplanza de la muerte y su pesar, enfriaron el aire del cementerio. Entre el dolor de los asistentes y la angustia del momento, Daniel procedió a dirigir las maniobras para sepultar el ataúd.
Le temblaban las manos y apenas conseguía detener las lágrimas, que en una hemorragia salada le cegaban los ojos nublándole la visión. Con la ayuda de varios hombres se bajó el cajón hasta el fondo del agujero apenas a un metro de la superficie.
El sol crepitaba en su cenit. Las verdes lomas verdeaban. Las campanas repicaron a muerto.
Cuando la pala de Daniel cargó la arena fría y mortal, al caer sobre la madera del lánguido laurel, resonó sobre el silencio igual que si el mundo se partiese en dos.
Concluido el funeral, mientras los besos y los abrazos de condolencia se multiplicaban entre los asistentes, se adosó sobre la humilde sepultura una fina losa de bello e inmaculado color blanco, sobre la que destacaba un crucifijo color azul, justo encima de un recuadro en relieve donde Daniel grabaría el nombre del joven Pedro.
La multitud comenzó a dispersarse dejando el cementerio semidesierto.
María, de rodillas frente a la tumba de su hijo, se negaba a moverse sumida en un ataque de nervios. Rafael la sujetaba de las axilas evitando que la pobre mujer se cayese de bruces sobre la sepultura, mientras varios familiares decidieron alzarla en vilo y sacarla del cementerio.
Rafael se quedó junto a Daniel que se disponía a grabar ayudado de un cincel, la lápida más dolorosa de su vida. En ella grabaría el nombre del niño que apadrinó hacía diecisiete años, jurando con ello ser un segundo padre para él y al que quiso como hijo propio, ése que nunca tuvo y tanto deseó.
Dispuesto a comenzar la faena, miró de soslayo a su amigo del alma.
-¡Ahora mismo no puedo, hermano! ¡Las manos me tiemblan y no soy capaz de aguantar la herramienta!, -exclamó con angustia y desesperación, ahogado por un enorme nudo que le asfixiaba en la garganta-.
-¡Ahí, Hermano¡, ¡Qué dolor tan grande!, -exclamó Rafael, arrastrando el lamento en cada sílaba, mientras se acercó a Daniel y ambos se abrazaron con fuerza-.
-¡Mi pana del alma, mi compadre! Deja esa labor para mañana, te necesito a mi lado hoy. Necesito que lloremos juntos esta desdicha, -le suplicó Rafael-.
Seguidamente cogió del brazo a su compadre Daniel, y ambos caminaron en dirección a la finca de Santa Clara.
El cementerio quedó desierto. La blancura de la lápida de Pedro refractaba los rayos de un sol inmisericorde que azotaba sin compasión ése pedazo de tierra en la mitad del mundo.
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Serían alrededor de las cinco de la tarde cuando Walter Castro se presentó a las puertas del cementerio.
Era un tipo alto de delgada fisonomía y andares desgarbados, que comenzó a pasear junto a la entrada del recinto esperando divisar quien le pondría al orden de sus quehaceres. Pasados unos veinte minutos decidió telefonear al número que le había dado el contratista.
Sin dejar de pasear de un lado al otro de la valla del cementerio, esperó a que su interlocutor aceptase la llamada.
-¡Haló!, Habla Walter Castro, ¿Es usted Daniel, el responsable del cementerio?, -preguntó con voz débil y algo desganada-.
-Sí, soy Daniel, se escuchó a través del móvil. Disculpe mi ausencia, lamento no haber estado a su llegada, -Walter detectó enseguida que algo ocurría, ya que la voz de Daniel sonaba entrecortada y angustiada-; una desgracia me ha ocurrido, y hoy no podré acompañarle. Pero le daré algunas indicaciones para que pueda comenzar su jornada.
Walter Castro se encogió de hombros y escuchó atento las indicaciones que Daniel comenzó a dictarle.
Cuando hubo colgado, se guardó el móvil en el bolsillo y exclamó;
-¡Chucha de tu madre!, Pues sí que empezamos bien el día. Éste sitio está lejos del carajo, y para colmo, ni siquiera nadie viene a recibirme.
¡Vaya sitio, sí que da repelús! Acabo de llegar y no sé si mañana volveré.
Walter no paraba de hablar consigo mismo, despotricando de su nuevo trabajo, en el cual, apenas llevaba veinte minutos.
Tenía unos treinta años y a pesar de que todos sus familiares le habían arropado durante años, con la idea de que estudiase y fuese hombre de provecho; cansados de invertir en un futuro que hacía años se había volatilizado, convirtiendo a Walter en un vago mujeriego y borrachín, decidieron que el primer trabajo del que tuvieran noticias sería para el infame de Walter, aunque tuvieran que arrastrarle allí de las orejas. A través del Párroco de San Isidro, Don Fidel, Nacha, la hermana de Walter, prometió al cura vasco que su hermano encajaría a la perfección en el puesto del camposanto.
Y allí estaba Walter, buscando entre dos pequeñas rocas junto a la garita de entrada al cementerio, las llaves que Daniel había indicado que encontraría allí.
Abierta la cancela, un chirrido metálico despabiló al desgarbado centinela.
Llevaba una pequeña bolsa deportiva en la que guardaba una tartera con un aguado de gallina, arroz y patacones, un libro de Lovecraft (muy oportuno para la ocasión), y una bolsa de ovos junto a un par de mangos. Cerró la verja metálica y se acomodó directamente sobre un pequeño sofá de tela descolorida que había en la caseta. La estancia tenía una pequeña ventana a través de la cual se podía ver, incluso sin levantarse del sofá, buena parte del camposanto.
-¡Caray, pues al final este trabajo no va a estar tan mal!, comentó mientras sonreía y se ponía cómodo en el sofá.
La tarde se hizo noche y Walter había realizado dos movimientos. El primero del sofá a la mochila para degustar varios ovos, que disfrutó aderezándolos con abundante sal, y el segundo; se convirtió en todo un simulacro de actividad, ya que agobiado por la presión de su vejiga, no tuvo otra elección que levantarse y salir fuera de la caseta para orinar.
Noche cerrada, el cielo aparecía repleto de estrellas y una luna espléndida y redonda regaba el camposanto con una luz clara y brillante.
Walter era adicto a la lectura. Podía pasarse toda una noche en vela leyendo, siempre y cuando, el libro que tenía en las manos merecía la pena, y Lovecraft era uno de sus autores preferidos.
La lectura le tenía tan absorto que, por momentos, se olvidó de donde se encontraba. Leía compulsivamente la prosa del autor norteamericano cuando, de repente, un ruido extraño le sacudió del sofá. Miró a través de la pequeña ventana y la oscuridad no le permitió ver nada. Envalentonado encendió la linterna que se hallaba en la mesa y salió de la caseta. Comenzó a caminar con paso decidido, y se dirigió hacía un claro donde, tras unas lápidas grandes y oscuras, una sombra alargada e inmóvil llamó su atención. Walter se puso en alerta. No daba crédito a su mala suerte. Justo el día que comenzaba a trabajar algún cretino se colaba en el cementerio pretendiendo arruinarle la noche.
Desenfundó la porra que llevaba colgada al cinturón y la asió con fuerza apretando sus puños, esperando que aquel gesto le ayudase a controlar su miedo. Despacio se fue acercando hacía la sombra que se ocultaba detrás de una gran lápida de color gris. Con mucho sigilo siguió caminando. Cuando Apenas le separaba de la lápida unos metros comenzó a maldecir con voz atronadora:
-¡Hijoesuputamadre!, ¡Chucha de tu madre!, ¡Sal de ahí mal nacido!,-mientras vociferaba, sentía casi más miedo de su voz, en el silencio de la noche, que de lo que pudiera encontrarse detrás del muro.
Pero la sombra continuaba allí, sin inmutarse ni emitir sonido alguno. Agarró entonces la porra aún con más fuerza, y sin pensarlo más sorteó la lápida grisácea y se plantó frente a la sombra alargada.
Su miedo se transformó en asombro de inmediato, pues de entre todas las escenas posibles que hubiese imaginado encontrar, aquella que tenía delante le dejó de piedra. La figura alargada, ésa sombra inmóvil y oscura, estaba formada por dos monos capuchinos, uno encima del otro, que, cosa extraña, le miraban con la misma cara de asombro que Walter debía de tener, y tras persignarse, ambos primates desaparecieron en silencio en la oscuridad del camposanto.
Por lo ilógico y lo absurdo del encuentro, pensó que acababa de tener una alucinación, aunque después de pellizcarse en el brazo y sentir el dolor, estuvo seguro de que la escena había sido real.
Con una sonrisa en los labios, incapaz de comprender lo estrambótico de aquella escena, continuó caminado con la linterna encendida hasta llegar a un cruce donde se bifurcaban varios senderos estrechos de adoquines grandes y negros.
Decidido en aprovechar la salida de la caseta, se adentró por el camino donde le pareció ver a los dos monos desaparecer.
Mientras caminaba le vino a la memoria la historia que contó Octavio, un amigo suyo de Bahía de Caráquez, mientras pasaban un día de playa. Recordó como el tal Octavio le relató una experiencia que tuvo, hacía algunos años, a las afueras de San Isidro. Según le contó su amigo, decían en el pueblo que en ciertas ocasiones habían visto como los monos al bajar de los árboles, se quedaban muy quietos mirando fijamente a los hombres, y por mucho que cueste creerlo, se dibujaban la señal de la cruz en la frente antes de desaparecer.
Al recordar la anécdota que le contó su amigo Octavio, a Walter le vino a la mente lo mucho que se había reído esa tarde a costa del muchacho, y lo mucho que se divirtió escuchando a Octavio  jurar y perjurar que él mismo había presenciado dicha escena.
-¡Carajo!, Al final será cierta la historia de los monos. –exclamó Walter, negando con la cabeza-, aún extrañado ante lo que había visto hacía un instante.
Siguió caminando por el estrecho sendero dónde, a ambos lados, tumbas de todo tipo y forma se amontonaban sin apenas espacio a lo largo de una cuadra. Se detuvo un rato observando las inscripciones que aparecían en las losas de piedra, relajándose un momento y abstrayéndose del entorno, diluyendo sus pensamientos en su basta imaginación.

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Sintió como una sacudida feroz. El aire entró súbitamente en sus pulmones haciendo que Pedro abriese los ojos de inmediato. Una oscuridad impenetrable lo inundaba todo y un frío glacial le despabiló de inmediato. Aturdido y débil, intentó mover las manos y notó que algo se lo impedía. Lo mismo le ocurrió cuando pretendió mover sus piernas.
El pánico le secó la garganta, su corazón comenzó a palpitar, y podía escuchar con nitidez absoluta sus latidos profundos y rítmicos. Sus pupilas se agrandaron mientras su cuerpo comenzaba a contorsionarse violentamente de un lado a otro intentando zafarse de las ataduras. En cuestión de segundos, la locura se apoderó de Pedro, que totalmente consciente, se zarandeaba furiosamente; más aún cuando, en sus movimientos, se percató de la estrechez del lugar en el que se encontraba y como la imagen más horrenda y tenebrosa se adueñaba de su mente por momentos.
En la inmensa oscuridad, sintió sus extremidades atadas de pies y manos, y se percató de que su cuerpo se encontraba en una caja estrecha y fría.
Lúcido del todo, supo que lo habían enterrado vivo.
Comenzó a gritar con todas sus fuerzas, tan alto y profundo, que sintió como se le desgarraba la garganta. Un vómito absurdo e inoportuno se le vino encima, sin apenas tiempo de reprimirlo, giró la cabeza para evitar ahogarse. Cuando hubo terminado de vomitar comenzó a elevar las piernas golpeando con fuerza la tapa del ataúd, una y otra vez, hasta que los músculos de su estómago se rindieron por el cansancio. Gritaba y gritaba constantemente hasta que su voz acabó convertía en un minúsculo gruñido. Pasados unos segundos en los que no cesaron los gritos y pataleos, acompasados con los brazos que martilleaban furiosamente la tapa del cajón, notó como saltaban briznas de madera sobre su cara y una leve polvareda entraba en el minúsculo habitáculo.
Esto le produjo satisfacción y un hálito de esperanza; siguió golpeando la madera con tanta fuerza que, en uno de los impactos, sintió como los huesos de ambas muñecas se partían y un terrible dolor le dejó inconsciente durante unos momentos.
Cuando recobró el sentido apenas podía respirar. El poco aire acumulado en el agujero se había esfumado en su intento de escapar, y ahora sus pulmones, ante la falta de oxígeno, hacían que su cuerpo se mostrase pesado sin fuerzas e inerte.
Se rindió a un llanto profundo y angustioso lleno de rabia y desesperanza, mezclado a destiempo con súplicas de auxilio, que incrementaron de volumen cuando sintió sobre su cabeza unos pies que caminaban a escasos centímetros de su cara.
Mientras gritaba, ante la imposibilidad de seguir golpeando la tapa del ataúd por los dolores que tenía en sus muñecas, comenzó a sacudir con la cabeza los laterales del cajón, mientras clavaba sus uñas en la fina madera, destrozándose las yemas de los dedos, en un último intento desesperado de llamar la atención de la persona que se encontraba caminando encima de él.
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Aunque no era un hombre miedoso, al encontrarse a solas en el cementerio, un escalofrío recorrió el espinazo de Walter, y justo cuando decidió volver a la caseta, cansado de vagar por entre las tumbas, algo inesperado lo detuvo en seco paralizando su cuerpo.
Un sonido extraño y fugaz, como un grito ahogado y tenebroso le llegó procedente de una lápida cercana.
Su cuerpo se quedó helado. No fue capaz de reaccionar a los impulsos que su mente ordenaba y repetía, corre…corre…le gritaban sus neuronas. Incapaz de mover un solo músculo, permaneció inmóvil en medio del camino. Sus ojos estaban abiertos como dos farolas, y su mano nerviosa agitaba la linterna de un lado a otro buscando en la oscuridad la procedencia del terrorífico sonido. Si se trataba de una broma, el que estuviese detrás de tal fechoría se podía dar por muerto, pensó Walter. Pero sin dar tiempo a que su miedo se disipase, de nuevo, claramente y aún más insistente, aquella voz de ultratumba volvió a pronunciarse, -¡Socorro, socorro!, Se escuchó claramente.
Ahora sí, Walter identificó de inmediato la procedencia del sonido. Justo frente a su posición había una tumba en la que resaltaba el blanco y pulido brillo de una losa sin inscripción alguna. Alumbró con la linterna la fría piedra mientras sentía que sus rodillas flaqueaban y su pulso se paralizaba hasta que, haciendo un esfuerzo increíble, se acercó apenas a un metro de la tumba.
Sus pies casi tocaban la losa blanca. Su mano poseída, llevaba la luz de la linterna de un lado a otro de la lápida con tal rapidez que, de haber habido algo ocultó, hubiese pasado totalmente inadvertido para Walter.
Por tercera vez, con más insistencia aún que antes, de nuevo la voz salió de lo profundo de la tierra acompañada de unos extraños ruidos que hicieron que Walter comenzase a correr como enloquecido perdiendo la linterna por el camino y casi hasta su propia alma.
Llegó a la caseta en menos de un minuto, y sin parar a recoger sus cosas, saltó la valla metálica y bajó por la carretera con el rostro desencajado y su corazón galopando por delante de él.
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Transcurridos varios minutos, en los que Pedro no dejó de golpear y arañar la madera de su ataúd, de inmediato se paró. Intentó concentrar las escasas fuerzas que le quedaban en respirar y puso toda su atención en afinar su oído en busca de alguna señal que le indicase que sus esfuerzos habían obtenido resultado.
El más absoluto silencio acabó de un plumazo con su esperanza. Se dio por vencido, asumiendo con la mayor de las penas, que nadie le sacaría de allí con vida. Sin ánimo ni fuerzas ya para seguir luchando, dejó descansar su cabeza ensangrentada por los golpes sobre su hombro, y resignado, cerró los ojos con la esperanza de que el agotamiento que sentía le provocase el sueño necesario, para no sentir la presencia de la muerte y su afilada guadaña.
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Walter corría carretera abajo como si le persiguiese el mismo diablo, llevando tan al límite sus fuerzas que, al llegar a la plaza del pueblo dio un traspiés que acabó con su cuerpo sobre la hierba del parque. Varios jóvenes trasnochadores que allí se hallaban sentados, no pudieron reprimir una acalorada risa al presenciar el tremendo tropiezo.
Sin inmutarse por las chanzas de la concurrencia, después de recuperar el aliento preguntó a los jóvenes donde podría tomar algo de beber. Los muchachos aún entre risas, indicaron a Walter que quizás la taberna del Compita siguiese abierta, pero que tendría que caminar hasta Santa Clara a las afueras del pueblo. Sin mediar una palabra más, Walter se dirigió en busca de la taberna obstinado en olvidar bañándose en alcohol la rabia que sentía, y alejar de su cabeza el pánico y la angustia que había experimentado.
Ya lejos de la plaza del pueblo, cansado y aturdido, siguió caminando por el viejo sendero hasta que por fin dejó de escuchar las risas lejanas de los muchachos.
Tras unos veinte minutos llegó a una pequeña casa de madera donde un sencillo cartel le indicó que había llegado a su destino.
Se alegró al comprobar que la luz de la entrada estaba encendida. Desencajó una destartalada valla de madera y continúo hasta entrar en la casa. Un cable pendía del tejado de kade el cual sujetaba una desgastada bombilla que, sobre una mesa de billar, servía de foco para el juego que desarrollaban dos individuos.
Cuando Walter se acercó hacía ellos y les saludó, los dos tipos le ignoraron y siguieron con a lo suyo. Obviando el desplante, Walter se arrimó a la barra de frío metal decorada con el anuncio publicitario de una conocida marca de cerveza.
La taberna era pequeña y el humo del tabaco que fumaban los dos tipos del billar inundaba el recinto.
La tenue luz de la solitaria bombilla, apenas dejaba vislumbrar la escasa decoración de la cantina.
De una puerta tras de la barra salió un tipo menudo y fuerte que cargaba un sombrero de cuero y ala ancha que le confería un aire de rudeza. Llevaba en una de las manos un gran machete, cuya hoja medio oxidada, tenía la anchura de la palma de la mano. Cuando Walter lo vio aparecer de tal guisa, tragó saliva y pensó que tal vez aquel día no debería de haberse levantado de la cama, y se acordó de la madre de su propia hermana, por haberle recomendado ese maldito trabajo.
El tipo del sombrero de cuero se acercó hacia Walter mirándole fijamente a los ojos. Su pequeña estatura dejaba ver solo medio cuerpo detrás de la barra, y el machete resplandeciente se alzaba por encima de la cabeza del hombre y que usaba como rascador de espalda.
Cuando estuvo frente Walter, siempre con los ojos clavados en el forastero, alzó la mano que tenía oculta y puso a la vista un enorme y jugoso mango, que comenzó a pelar pacientemente con el gigantesco machete.
Walter se quedó mudo. No pudo reprimir un hondo suspiro que se oyó en la pequeña sala, y que hizo que los dos tipos que jugaban al billar se miraran entre sí, mientras una mueca burlona les nacía en el rostro.
-¿Qué desea?, preguntó el tipo del machete, añadiendo a continuación:
-lo que vaya a ser, ha de ser rápido, cierro en veinte minutos, sentenció el tabernero mientras continuaba pelando la fruta.
-Una chata de cristal, ¡Ah!, Y me sobran quince, -contestó Walter, dejando escapar dicha puntualización inconscientemente, provocándole una severa intranquilidad.
El camarero miró de soslayo a los dos tipos y se marcó una sonora carcajada, que instantáneamente fue secundada por las risas de los dos hombres que jugaban al billar, y que sirvió para que Walter se relajase de inmediato.
Servida la chata de cristal, los dos tipos se acercaron a Walter con intención de entablar conversación.
-¿Una mala noche?, Preguntó el que aparentaba más edad, señalando la pierna ensangrentada de Walter.
-Caí de bruces en la plaza del pueblo, parece que hoy me levante con el pie izquierdo y todo lo malo me persigue, -explicó Walter.
Después de varios minutos los tres hombres conversaban animadamente, e incluso Walter comenzó a sentir el calor del aguardiente en su cabeza.
A la animada charla se unió el hombre del sombrero de cuero, que enseguida les recordó que tenía que cerrar.
-Bien Compita, ¡No jodas!, Tomate la penúltima, le recriminó Andrés, el más callado pero el que más tumbaba la botella.
-Así que Manteño…bonita ciudad Manta. Yo estuve hace algunos años allí cuando trabaja haciendo portes en el muelle. Bonitas playas y mejores mujeres.
 –Habló Compita, que así era conocido el dueño del local-.
- ¿Y que hace un Manteño de sepulturero en San Isidro?, Preguntó con curiosidad.
-Sería una larga historia de contar, pero han de saber ustedes que, este que os habla, no volverá jamás a ese cementerio, -respondió Walter-, mientras su mirada se perdía en el vacío y su lengua comenzaba a trabarse por el efecto del alcohol.
Acuciados por la curiosidad tras aquella misteriosa respuesta, los tres vecinos del pueblo enarcaron las cejas y rápidamente le hostigaron con más preguntas.
-Así que tú eres el nuevo guardia que venía de San Vicente, - dijo compita sorprendido-, añadiendo rápidamente; y… ¿No se supone que tendrías que estar trabajando justo en estos momentos?
-¿Qué te sucedió? ¿No te gusta el trabajo? ¿Han vuelto los gamberros al cementerio esta noche?, - como en un interrogatorio policial, los tres hombres asediaron a Walter con sus preguntas-, mientras miraban con curiosidad los gestos y la cara Walter a la espera de una respuesta.
-Seguramente por el resto de mi vida, recordaré esta noche como la peor de mi existencia-. Walter dejó caer la frase pausadamente, con tal sentimiento de desazón que pilló desprevenido a sus acompañantes. Ahora más que nunca, presos de su curiosidad, se mordían los labios por saber de una vez que es lo que había sucedido.
-No me vais a creer…pues apenas yo me creo lo que ha ocurrido en ese maldito lugar. Lo único que puedo decir es que fue totalmente real y casi me muero del miedo que he pasado-, continúo relatando Walter, con tanta pausa y misterio, que terminó desesperando a los tres hombres.
-¡Carajo, chucha la manga verde!, ¡Por dios y todos los santos!, ¡Quieres contarnos de una vez que te ha ocurrido!, Nos tienes en vilo, -exclamó Compita, a la vez que daba un largo trago a la chata.
-Esta bien, está bien…ya lo cuento, y alzando las manos como pidiendo una tregua, en breve comenzó a narrarles su experiencia en el camposanto.
Durante la narración de Walter, los tres hombres se miraban unos a otros y asentían ante los gestos que este le imprimía a su historia, intuyendo rápidamente que Walter decía la verdad, pues sus palabras sonaban sinceras y dramáticas.
Cuando hubo acabado de narrar lo acontecido aquella tarde-noche, Walter sintió un gran alivio. Había conseguido descargar la tensión que tenía acumulada en su cuerpo.
-No recuerdo ahora mismo, qué lápida puede estar sin nombre en el cementerio, -dijo Compita, cortando de raíz un espeso silencio que ya se hacía incomodo-.
Es muy raro que un vecino de este pueblo se halle enterrado sin nombre alguno-, dedujo expresivo Compita, mientras que en su rostro se fue gestando un rictus de seriedad y preocupación.
-¿Te dio la sensación de que la tumba fuese reciente?, -preguntó Compita rápidamente-, adosándose a su cabeza una visión terrible.
-¿Ésa tumba de la que hablas, se encuentra al final de la cuesta, justo a la derecha de una cripta de mármol negro?, Insistió de nuevo Compita, al cual un hormigueo incómodo y una angustia nerviosa le subía por los pies.
-Pues…creo que sí, aunque apenas pude fijarme en muchos detalles, salí de allí escopeteado, -respondió Walter dubitativo-
-¡Dios mío!, ¡Dios mío!,… ¡Pedro!, -exclamó Compita llevándose las manos a la cabeza, a la vez que comenzó a caminar de un lado a otro nervioso.
-¿Y quién es Pedro? Si se puede saber, -replicó Walter sin entender aquella reacción de Compita.
-Pedro era el hijo de Rafael, vecino de San Isidro, amigo de Compita y de todos en el pueblo, -respondió Andrés, comprendiendo de inmediato la reacción de Compita, y sumándose al instante a su nerviosismo continuó diciendo; murió ayer por la tarde y se le ha enterrado esta mañana. Su tumba tiene una losa blanca inmaculada, y mucho me temo que su nombre no este grabado en la piedra porque, quien lo tiene que grabar, llora en estos momentos la muerte de su ahijado Pedro, ¡Justo aquí, en Santa Clara!, A media cuadra de aquí.
-¿Qué estáis pensando?, Preguntó Walter extrañado-, ¡Acaso creéis que el tal Pedro estuviese vivo!
Tras acabar de pronunciar aquellas palabras, se percató de que los tres hombres lo miraban seriamente.
El corazón de Walter comenzó a palpitar con fuerza. La imagen de la piedra blanca gritando auxilio desesperadamente terminó por sacudirle en la cabeza, y para alejar ese mal presentimiento, se envalentonó con una nueva chata que tumbó hasta la mitad de un solo trago.
 -¡Pero eso es imposible!, ¿No pensaréis en serio que el muchacho pueda seguir con vida?, Aunque rápidamente, ante el silencio y los gestos de seriedad de los tres hombres, Walter obtuvo una rápida respuesta.
Compita se acercó a Walter, y señalándole con un gesto chulesco el machete que ceñía pegado a su cadera, le invitó a marcharse sin decirle ni una sola palabra.
Andrés y su amigo se pusieron tiesos como estatuas, e indicaron a Walter con un movimiento de cabeza que le convenía salir de allí inmediatamente.
Así lo hizo. Salió de la taberna acongojado, con el rabillo del ojo mirando a su espalda por si le seguían, sin llegar a entender que falta había cometido, pero seriamente preocupado por la posibilidad de que el muchacho llamado Pedro estuviese vivo y le hubiese negado el auxilio.
¡Pero cómo podía él haberlo adivinado, intuirlo tan solo! ; ¡Nadie le había recibido en su primer día de trabajo!, ¡Nadie le había explicado nada! Tan solo le dejaron allí, sólo, ¡Qué culpa podía tener él!- hablando para sí mismo caminó sin parar, y en poco tiempo se percató de que San Isidro había desaparecido en el paisaje oscuro de la noche, y ahora lo haría de su recuerdo para siempre.
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Corrieron Compita y Andrés a casa de Rafael. Dada la proximidad de la finca llegaron enseguida. Alterados y nerviosos, gritaron hasta que las luces de la casa se encendieron. Asustados por el escándalo, María acompañada de Rafael y su compadre, salieron increpando la falta de respeto en momentos tan dolorosos.
María tenía unas ojeras enormes y su cara denotaba el cansancio y el dolor de su corazón. Rafael y Daniel acababan de acostarse, después de dar jaque a toda la bebida que habían encontrado.
-¡Chucha de tu madre Compita!, ¿Qué te ocurre, pendejo? Es que no sabes respetar, -increpó Rafael, mientras caminaba hacía Compita no con muy buenas intenciones.
-Hermano, siento la molestia, pero tenía que contarte algo de inmediato, -contestó Compita, parando en seco la ira de Rafael.-Tenemos que marchar ahora mismo al cementerio. Al pronunciar la palabra cementerio, los ojos de Rafael se abrieron tanto que toda la luz del sol hubiese cabido dentro de ellos.
-¿Qué ha pasado?, ¡Habla…habla ya muchacho! Exclamó Daniel abruptamente, adelantándose a Rafael, quien se quedó congelado sin poder reaccionar.
-Subamos al carro, os lo contaré por el camino, sentenció Compita, sabiendo que sería duro contar la historia de Walter, y que el trayecto al cementerio sería complicado.
La camioneta doble cabina de Compita volaba sobre los caminos minados de muros imprevistos-pequeños badenes de cemento para controlar la velocidad-, mientras el tabernero narraba la historia contada por Walter.
Daniel enmudeció y una lágrima de culpa le rodó por la mejilla.
Cuando llegaron al camposanto bajaron de inmediato, y sin esperar a que Daniel abriese la cancela, saltaron la pequeña baya y comenzaron a correr hacía la sepultura de Pedro. Por detrás de ellos, Daniel se percató de que si fuese cierto que Pedro aún siguiese con vida, necesitarían la ayuda de algunas herramientas para levantar la lápida, y se acercó a la caseta para llevárselas consigo.
Con el corazón en su puño, Rafael llevaba la delantera al resto, cuando se paró de repente ante algo que relucía al fondo del cementerio. Tras una breve pausa, sabedor de que el tiempo les apremiaba, continúo con la marcha hasta que ya en el lugar donde se encontraba el extraño resplandor, averiguó que se trataba de una linterna tirada en el suelo, que alumbraba directamente sobre la losa blanca y reluciente ajena de nombre en la piedra perteneciente a su amado hijo.
Arrodillado sobre la losa comenzó a llamar a Pedro con desesperación, con tanta fuerza y desgarro que, en apenas en unos segundos, se quedó sin voz. Cuando llegaron los demás, vieron que Rafael intentaba con sus manos levantar la pesada losa sin mucho éxito. Daniel llegó provisto de un pico y enseguida la piedra cedió y pudieron apartarla del todo. Con una pala comenzaron a retirar la arena que cubría el féretro, a la vez que Rafael, en un intento agónico de llegar lo antes posible al cajón, apartaba la arenisca con sus manos ensangrentadas por el esfuerzo. En unos minutos los pocos centímetros de tierra que cubrían el féretro se habían retirado y la tapa de madera del viejo laurel apareció ante ellos.
Rafael gemía desconsolado, sabía que ante la posibilidad de que su hijo hubiese pedido auxilio desde su propia tumba, a la vez, existía la posibilidad de que aquella historia fuese una alucinación o una gamberrada o… quien sabe; y ante tamaña tropelía, estaría ultrajando la tumba de su propio hijo y jamás se lo podría perdonar.
Al mismo tiempo, como su cabeza aglutinaba tantos pensamientos y demasiadas imágenes en tan poco tiempo, decidió que si todo era fruto de una mente alocada, esa mente y su dueño no vivirían nunca más.
Seguían gritando y llamando a Pedro sin que detrás de la tapa del cajón obtuviesen respuesta alguna.
Comenzaron a forzar la tapadera, y tras un crujir de la madera, el cuerpo y la imagen que presenciaron les dejó sin aliento.
La sangre del muchacho estaba por todas partes. Un hedor horrible salió del cajón y provocó una náusea en Compita, que tuvo que hacer de tripas corazón para no vomitar encima de Pedro. Llevándose las manos a la boca y respirando muy hondo, consiguió apaciguar su repugnancia. Pedro parecía muerto, pero era evidente que había sido enterrado aún con vida, ya que el interior del ataúd estaba destrozado por los intentos del joven de salir de allí. Le había sido imposible deshacerse de las ligaduras que le oprimían pies y manos, (evidenciando que las ancianas que le amortajaron, realizaron a la perfección su trabajo), pero ante la reanimación inesperada, había luchado por salir de la fosa mortal con todas sus fuerzas.
Rafael se acercó a la cabeza de su hijo, y tras coger esta entre sus manos, le besó la frente y comenzó a llorar desesperado. Por segunda llegaba tarde para hallar con vida a su amado hijo.
Daniel se acercó a Rafael y poniendo su mano en el hombro de su amigo le dijo amargamente: -¡Compadre, déjelo!, ¡Deje que por fin descanse!, ¡Déjelo!, insistió varias veces, con lágrimas en los ojos ante tanta desdicha.
Tras colocar el cuerpo de Pedro en posición horizontal y adecentar un poco su aspecto, justo cuando Daniel se disponía a cerrar el ataúd, los ojos del muchacho se abrieron de repente.  Compita cayó de bruces hacía atrás dando un tremendo grito de espanto. Rafael gritó también, pero este de emoción, y se abalanzó a abrazar a su hijo.
Los tres hombres apenas daban crédito de lo que estaban presenciando. Se miraban los unos a los otros, y sin apenas pronunciar palabra alguna, se podían decir todo.
El milagro había ocurrido. Pedro volvía a la vida. Estaba allí tumbado con sus ojos azules abiertos y miraba sin mirar todo lo que le rodeaba, como perdido aún entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
Tras unos minutos de total euforia y alegría sacaron a Pedro del ataúd con gran esfuerzo, y, una vez fuera, comprobaron el lamentable estado en el que se encontraba el muchacho.
Su estado era muy delicado. Tanto que apresuraron la marcha hacía la camioneta mientras Daniel llamaba a Cristóbal, el médico del pueblo, para que fuera de inmediato hacia la finca de Rafael.
Por el sinuoso camino de regreso a la finca, por el que la doble cabina de Compita apenas pisaba el suelo, Rafael, que tenía a su hijo entre sus brazos, comprobó que las manos de Pedro estaban retorcidas y aún atadas. Con cuidado se puso a desatarlas, pero tuvo que cejar en su empeño porque un sonido agudo y gutural emergió de la garganta de su hijo, quejándose del dolor que tal acción le producía.
Paró enseguida percatándose del tremendo dolor que debía de estar sintiendo su hijo, cuyas manos, a las cuales apenas le quedaban yemas en sus ensangrentados dedos habían perdido las uñas, y los huesos de los dedos se veían por entre las heridas de la piel. Las perneras rotas del pantalón permitían ver las rodillas hinchadas y amoratadas del joven, de las cuales un líquido amarillento emanaba de dos enormes brechas sanguinolentas.
La respiración de Pedro era tan pausada y delicada que a cada salto del carro, parecía que su corazón se detendría definitivamente.
Rafael no paraba de gritar a Compita pidiéndole que le sacase las tripas al motor, mientras Daniel se agarraba con fuerza a la ventanilla del vehículo intentando evitar salir despedido del carro.
-¡Vive hijo mío!, ¡Vive!, Suplicaba Rafael, mientras la luz de sus ojos parecía ir apagándose por momentos.
Llegaron a la finca donde una gran multitud de vecinos, alertados por María de lo ocurrido, esperaban ansiosos el desarrollo de tamaño acontecimiento. Tuvieron que apartarse corriendo de la estrecha entrada a la finca, al ver que Compita, derrapando a toda velocidad, no atendió a remilgos y clavó el carro frente a la entrada de la casa en medio de una tremenda polvareda y la mirada atónita de los presentes.
Quizás no exista palabra alguna para describir la siguiente escena.
María podía clamar al cielo, soñar, sentir, suplicar que su hijo volviese de su lecho de piedra junto a ella. Pero sabía que en dichas súplicas ahogaba sus penas y retorcía su dolor en miles de lamentos. Pero cuando vio descender a su marido con el cuerpo de su hijo en sus brazos. Cuando los ojos abiertos de Pedro centellearon por el influjo de la luz de las farolas abiertas al mundo, y coincidieron con los de ella, María sintió que volvía a parir a su hijo.
Cayó de rodillas agradeciendo al cielo su dicha mientras los vecinos que contemplaban la escena se llevaban las manos a la cabeza, y lloraban incrédulos ante lo que tildaron enseguida de milagro divino.
Sin dilación llevaron a Pedro a la habitación, donde Apenas horas atrás le habían amortajado tras darlo por muerto.
En la estancia esperaba preparado Cristóbal que al ver entrar a Rafael con su hijo vivo, abrió de inmediato su maletín musitando una plegaria de sobrecogimiento.
Una vez estuvo Pedro tumbado en la cama, Cristóbal procedió a examinar sus constantes vitales y de inmediato certificó la extrema gravedad del muchacho.
Después de lavar las tremendas heridas del cuerpo del joven, suturó las que aún manaban sangre de la cabeza, vendó las piernas hinchadas y, con los gritos de por medio de Pedro, redujo las fracturas de ambas muñecas y las inmovilizó.
Pedro no se movía. Daba la sensación de que, hasta el hecho de parpadear, le implicaba hacer un esfuerzo sobrehumano.
María, a su lado, le acariciaba las mejillas y mecía sus cabellos mientras rogaba a dios por la vida de su hijo.
Cristóbal salió de la habitación, y en el umbral de la puerta le hizo un gesto con la cabeza a Rafael para que le siguiera. Lejos de los demás, el médico cogiendo el brazo de Rafael le detuvo en seco y le dijo:
-Rafael, creo que Pedro no pasará de esta noche-, le soltó a boca de jarro, mientras agachaba la cabeza evitando con ello encontrarse con los ojos de aquel padre desesperado.
-Si hay algo que se pueda hacer, una sola esperanza, un resquicio de luz, una última oportunidad de que mi hijo viva… -¡Te pido por lo más sagrado que intentes salvarlo!¡Cristóbal te lo suplico!- le dijo desgarrándose la camisa, y arrancándose manojos de pelo de la cabeza enloquecido.
-¡No puedo perderlo por segunda vez!
-Le suplicó Rafael.
-No se puede hacer nada…solo rezar, y rogar a dios por su vida y su alma, -contestó con humildad y desasosiego el médico-.
Paralizado por las palabras del doctor, Rafael se sentó en un viejo sofá de cuero negro, y tras mirar a los ojos de Cristóbal le soltó abruptamente;
¡Tú le dejaste morir!, ¡Tú, maldito hijoeputa le has matado!, -y abalanzándose sobre el galeno, le derribó y comenzó a golpearle con violencia.
Sin poder zafarse de los golpes que le propinaba Rafael,  el pobre médico solo tuvo opción de cobijar su cabeza bajo sus manos y aguantar estoicamente las sacudidas del enloquecido Rafael mientras gritaba pidiendo auxilio.
En el acto llegaron Daniel y otros vecinos que, no sin esfuerzo, consiguieron sujetar a Rafael, obstinado en seguir golpeando al doctor.
-¡Te has vuelto loco!, Le increpó Daniel agarrando de los hombros a su compadre que parecía enloquecido por momentos.
- ¡Cálmate insensato!, No pagues tu desdicha con quien ha venido ayudarte.
-¡No puede salvarle!... Me dice que no puede hacer nada por Pedro... no lo entiendes compadre. ¡Mi hijo se muere de nuevo… y esta vez para siempre!,  no se puede hacer nada por él...
El llanto interrumpió la letanía desesperada de Rafael que cayó al suelo. Ya sin fuerzas para seguir luchando,
Cristóbal se ayudaba de un pañuelo para parar la hemorragia. Se encaminó hacía la puerta con la intención de salir. Cuando llegó al umbral, se volvió hacía Rafael que tendido en el suelo no lograba calmar su desconsuelo; y acercándose a él se agachó a su lado y le dijo con mucho sentimiento:
-No dudes nunca de que he hecho todo lo humanamente posible por salvar a tu hijo. Nací para sanar a los demás, pero sin los medios adecuados, a veces, la naturaleza humana sorprende con casos como el de Pedro. Quiero que sepas que estoy convencido de que tu hijo cayó en estado catatónico, lo que a ciencia cierta y dado los síntomas que manifiesta ese extraño fenómeno, aquí en San Isidro cualquier médico hubiera certificado su muerte, tal y como yo hice.
Cuando terminó su argumentación, a pesar de que sentía su cabeza bullir como una cazuela hirviendo por los golpes recibidos, tendió sin ningún rencor la mano a Rafael, sabiendo que aquel hombre estaba pasando por un auténtico calvario. Ambos se estrecharon las manos, y Rafael le pidió disculpas entre sollozos, las cuales Cristóbal aceptó indicándole que estaría cerca de allí a su disposición.
La finca de Santa Clara se convirtió en las horas siguientes, en visita obligada para todos los vecinos que se acercaban haber el estado de Pedro, sorprendidos por lo que al muchacho le había ocurrido.
Cristóbal pidió sosiego y calma, y ante todo tranquilidad en la casa. Atendiendo a las palabras del doctor, Daniel, que en todo momento permanecía al lado de su compadre, pidió a los vecinos que se marchasen y dejasen descansar al muchacho y a sus padres.
De día ya, Pedro abrió los ojos y pidió agua. La irrupción en la habitación de las palabras del muchacho sorprendió tanto a sus padres que, sin poder dar crédito a la súbita mejoría de su hijo, tardaron tanto en reaccionar que Pedro por segunda vez, tubo que realizar de nuevo la petición.
María corrió a la cocina y trajo una jarra de agua. Tras dársela, el joven bebió con premura y ansiedad.
El color había vuelto a la cara de Pedro, y extrañamente parecía que su mejoría era obra de un milagro. Sentado a su lado Rafael preguntaba como se encontraba, mientras le atusaba los cabellos. No podía creer que su hijo estuviera hablándole, incluso le había dedicado una leve sonrisa de complicidad. Sabía que su hijo tenía una fortaleza de hierro. Pensó en lo mucho que se parecía a él mismo cuando tenía su edad, y se reconfortó pensando que su amado hijo jamás se rendiría.
María al otro lado de la cama suavemente le acariciaba la mano, y sin dejar de clamar al cielo por dicha tan grande, apretaba el crucifijo que llevaba colgado al cuello en busca del apoyo del poder divino.
Pedro hizo ademán de incorporarse en la cama, y Rafael atento, le ayudó de inmediato poniendo tras la espalda de su hijo una almohada.
La escena parecía increíble, tanto que ellos mismos no la creían.
Pedro estaba allí, en aquella cama, y sus ojos azules brillaban con la luz que entraba por la ventana.
Hubiesen parado el tiempo en aquel momento, dejando anclado el resto del futuro, congelando el mundo, parando el cielo y la tierra y hasta el universo, de haber sabido lo que acontecería.
Después de mirar a sus padres, Pedro les dedicó una sonrisa liviana pero profunda. Pedro elevó la vista al cielo, y con una sublime sonrisa en sus labios expiró su último hálito de vida.

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Durante muchos días acompañado de su escopeta, Rafael no permitió que nadie entrara en la habitación para llevarse a su hijo.
Gritaba diciendo que aquel que asomase la cabeza por la habitación, saldría de allí sin ella. Ni las autoridades, ni Daniel, ni sus amigos y familiares lograron convencerle para dar sepultura a Pedro.
Tan solo María fue capaz, un par de veces, de entrar en aquel cuarto de muerte y desolación. Pero hastiada y cansada de su propia vida, de la desdicha que le había tocado sufrir; cansada del comportamiento hostil, degenerado, enloquecido de su marido a quien la locura le había poseído, terminó por marcharse de San Isidro y nunca más volvió.
Dos muchachos que se bañaban en la cascada Nueve de octubre, encontraron el cuerpo sin vida de la desdichada madre descansando sobre las rocas de la orilla de la poza. Después de parir por dos veces a su amado y único hijo, María decidió morir. Quizás sintió que vivir significaba aceptar que Dios acertaba de pleno en su castigo divino, mientras que muriendo se concedería el derecho legal de aceptar cualquier reprimenda, pero sería en el reino de los  cielos y junto a su amado hijo.
Pasados muchos días Daniel logró entrar en el cuarto y se encontró a Rafael sumido en una absoluta locura. Le quitó el arma sin encontrar resistencia, y logró sacar el cadáver de Pedro con ayuda de Compita para darle por fin sepultura.
Cuentan que Rafael pasó meses enteros sin salir de la habitación. Dicen que paseaba alrededor del camastro, sentándose de vez en cuando sobre el hastiado colchón, acariciando una figura imaginaria a la que hablaba con ternura y repetía constantemente que estaba allí, que siempre estaría allí, esperando a que volviese de nuevo.

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Aún, hoy día, cada mañana cuando Daniel abre la verja del camposanto, después de tantos años transcurridos, saluda con melancolía y tristeza a un hombre de avanzada edad delgado y de aspecto desarrapado que, ignorando al sepulturero se adentra en el cementerio y se sienta junto a una losa de piedra blanca y resplandeciente.
Daniel le mira mientras se aleja, y no hay un solo día en el cual una lágrima traicionera logre su empeño de mojarle la mejilla, mientras recita, como en un salmo metódico, la misma frase cada mañana desde hace años;
 -Buenos días compadre Rafael… su hijo Pedro, ¿Aún no se ha levantado?

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